Odiaba la Navidad. Y solo durante el mes de diciembre- con el ansia incomprensible de un faquir- adquiría la personalidad de Charles Dickens. Esa tarde escribió con la esperanza de meterse en la piel del autor de tantos libros que de niño leía frente al árbol adornado de velas navideñas. Comenzó su tarea en un cuaderno con forros de piel de borrego y con una pluma adquirida en una tienda de lujo en la ciudad de Bogotá.
En el frasco de tinta negra remojaba la punta fina y se esmeraba en una enrevesada caligrafía. Su mente estaba en blanco - pero su mano registraba sobre el papel - hileras de hormigas que se enfilaban hacia la consumación de alguna historia invernal. Es necesario aclarar que esos insectos - del orden de los himenópteros - no eran más que palabras. Palabras sin sentido que no acertaban a emular alguna frase del viejo Scrooge ni mucho menos alcanzar el aroma del espíritu dickeniano.
Su corazón estaba helado y tenía los labios azules. Fue entonces que se acercó a la chimenea y encendió el fuego con los mismos papeles que fungían como montículos de las hormigas. Era tarde y faltaban nada más unas horas para la cena de Navidad. No tenía por qué estar perdiendo su tiempo con asuntos baladí.
Leonor Azcárate
En el frasco de tinta negra remojaba la punta fina y se esmeraba en una enrevesada caligrafía. Su mente estaba en blanco - pero su mano registraba sobre el papel - hileras de hormigas que se enfilaban hacia la consumación de alguna historia invernal. Es necesario aclarar que esos insectos - del orden de los himenópteros - no eran más que palabras. Palabras sin sentido que no acertaban a emular alguna frase del viejo Scrooge ni mucho menos alcanzar el aroma del espíritu dickeniano.
Su corazón estaba helado y tenía los labios azules. Fue entonces que se acercó a la chimenea y encendió el fuego con los mismos papeles que fungían como montículos de las hormigas. Era tarde y faltaban nada más unas horas para la cena de Navidad. No tenía por qué estar perdiendo su tiempo con asuntos baladí.
Leonor Azcárate
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