martes, 8 de octubre de 2013

De escritores, musas y periplos

Por más que ponía atención al movimiento de astros y a los mendrugos de los días, el escritor era siempre sorprendido por la Musa. En esta ocasión tampoco la esperaba. Apenas abrió los ojos y ella apareció en el umbral de la puerta. Algunos rayos de sol se colaron por la ventana para sugerirle que esta sería una mañana luminosa. Aunque no estaba seguro de la claridad con la que correría el día; el escritor no tuvo más remedio que agradecer la aparición insospechada y casi mágica de la muchacha.
La observó por algunos instantes para guardarla en su memoria, porque adivinaba que en cuanto ella comenzara a hablar, él irremediablemente sumaría su inspiración a los insensatos periplos de su Musa.
Y así fue. Por unos momentos, ambos recorrieron ciertos paisajes censurables dentro de cualquier mapa geográfico de la aventura. Atravesaron mares para acampar luego en un territorio húmedo y brumoso y se convirtieron, él y ella, en una especie de guerreros con caballo y lanza. 
Ya asentados en aquel lugar, combatieron febriles contra la lápida insondable de las creencias religiosas  entre un bosque de abetos y unos muros de piedra medievales. La batalla pudo haber sido sangrienta pero ella, al fin Musa, se distrajo en otros menesteres: estando ella entre lanza y espada vio pasar a un cervatillo herido que se adentraba por el sendero del bosque y ella impetuosa y de gran corazón fue a su rescate.
- En eso terminó la historia - dijo ella.
Pero el escritor no contestó, porque miraba hacia un punto fijo, por no decir que miraba a la Nada, o que estaba como ausente no de presencia sino en combate como atrapado en un periplo de abetos y muros medievales.  

Leonor Azcarate.