jueves, 23 de diciembre de 2010

Un escritor sin Cuento de Navidad

Odiaba la Navidad. Y solo durante el mes de diciembre- con el ansia incomprensible de un faquir- adquiría la personalidad de Charles Dickens. Esa tarde escribió con la esperanza de meterse en la piel del autor de tantos libros que de niño leía frente al árbol adornado de velas navideñas. Comenzó su tarea en un cuaderno con forros de piel de borrego y con una pluma adquirida en una tienda de lujo en la ciudad de Bogotá.
En el frasco de tinta negra remojaba la punta fina y se esmeraba en una enrevesada caligrafía. Su mente estaba en blanco - pero su mano registraba sobre el papel - hileras de hormigas que se enfilaban hacia la consumación de alguna historia invernal. Es necesario aclarar que esos insectos - del orden de los himenópteros - no eran más que palabras. Palabras sin sentido que no acertaban a emular alguna frase del viejo Scrooge ni mucho menos alcanzar el aroma del espíritu dickeniano.
Su corazón estaba helado y tenía los labios azules. Fue entonces que se acercó a la chimenea y encendió el fuego con los mismos papeles que  fungían como montículos de las hormigas. Era tarde y faltaban nada más unas horas para la cena de Navidad. No tenía por qué estar perdiendo su tiempo con asuntos baladí.


Leonor Azcárate    

martes, 7 de diciembre de 2010

El escritor frente a un Da Vinci

La imagen lo sometió desde el primer momento. Le hubiera gustado describir el paisaje recreado por Leonordo para después subir bordeando por el brazo hasta el hombro y llegar a la melena de la mujer y desde allí perderse en explicaciones sobre el cabello y el follaje. De nada le sirvieron los 87538 minutos frente a la hoja en blanco. Pero en el último segundo- antes de sucumbir- logró escribir lo siguiente sobre una servilleta con la que había secado los residuos del café de la mañana: A veces lo sublime no está en sintonía con la palidez de mis palabras.

Leonor Azcárate

viernes, 3 de diciembre de 2010

El escritor en pantuflas

Frente a la hoja en blanco se sintió desolado. Escasos rayos de luna se colaban por las persianas. Las palabras eran fantasmas como inexistentes las Musas. No había remedio para tanto desierto. Fue entonces cuando comenzó a sentir su propio cuerpo. El pie derecho le punzó. Desató las agujetas de los zapatos y se colocó sus pantuflas. Al momento que los dedos de sus pies comenzaron a moverse con libertad, arribó una Musa tan pálida y tan etérea- la descarada- para dictarle apenas 457 palabras. Las frases eran incoherentes. La señorita estaba en estado inconveniente pues se había ido de juerga la noche anterior.

Leonor Azcárate